
Al encerrarse en una iglesia de Motril para emprender una huelga de hambre -una abstinencia propiciatoria- en defensa de su hijo, la madre de Rubiales imprime el sello definitivo a un caso que nunca ha transcurrido por cauces alejados de la religión. A medida que avanza la sentimentalización de la democracia, el feminismo va dejando de ser un programa político para convertirse en artículo de fe, en credo de Estado. Y como cualquier religión organizada por nuestra especie -una especie obstinadamente religiosa-, este neofeminismo confecciona su lista de pecados mortales y veniales, cubre de ceniza oficial al infractor, forma al clero que administra el castigo o la piedad, nombra al sanedrín que distingue al puro del hereje, sermonea a la feligresía que procesiona para exhibir virtud pública y dispone de un cepillo para el sostenimiento de la tarea pastoral. El mecanismo antropológico siempre es el mismo: solo evolucionan doctrina y tecnología.






