Los últimos Sanfermines

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Pecado.

Muchos años después, frente a la pantalla de grafeno, el presidente del partido en el poder (Sintiencia) recordó orgulloso la agria polémica en que se impuso al último partidario de los Sanfermines. Hacía tiempo que las elecciones en el país no las dirimía el enfrentamiento entre izquierda y derecha, ni ya entre soberanía y cosmopolitismo -aunque muchos reconocían de tapadillo aquella facilidad viajera de los tiempos del euro-, sino entre animalistas y especistas. Los había convocado la televisión pública, dirigida por un consejo de inequívocos activistas del sensocentrismo. La empatía con los animales había conquistado amplias capas de la población, barriendo los vestigios de un primitivismo que solo sobrevivía en ciertas catacumbas rurales donde aún se practicaba la caza furtiva del conejo, penada con prisión. Aquel hombre desmañado, a todas luces desertor del gimnasio y enemigo del dietista se empeñaba en acusarle de promover una sofisticada hipocresía. Sus patéticos razonamientos estremecían el plató.

Afirmaba que el veganismo, cuya regulación por ley orgánica acaba de ser celebrado como un hito del progreso, no solo recortaba la libertad del hombre sino que colonizaba la vida del animal. Invocaba salvajes escenas de documentales borrados para reivindicar la naturalidad de la predación, y negaba que la prohibición del consumo de carne nos hubiera hecho mejores personas, o animales. Añoraba las indecentes borracheras de su juventud pamplonesa en días como estos, consagrados a la subversión del orden y la moral, cuando el hedonismo individualista campaba a sus anchas y las denuncias por violación se multiplicaban porque las relaciones sexuales todavía no estaban sujetas al actual protocolo consensual. La gente fornicaba en los parques, vomitaba en las aceras y maltrataba a los toros para su solaz.

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El bueno (Casado), el feo (Meritxell Batet) y el malo (Consejo de RTVE)

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1 comentario

8 julio, 2018 · 23:04

Una respuesta a “Los últimos Sanfermines

  1. El querer sin esperanza es el más fino querer

    Cuando García Serrano compuso su extraordinaria ‘Plaza del Castillo’ no debían diferir mucho las fiesta de Pamplona de las de cualquier capital en las que, acabada la cosecha y llenos los trojes, se reuniesen algún dia los circunvecinos del alfoz para festejar(se) o cuidar la agenda. Los empujones que les dió Hemingway, que a mi me recuerdan al cuarto libro de Lucrecio, con su obsesión postmoderna con los simulacra y su escepticismo en cosas venéreas, me recuerdan a una reina madre alternativa que tenían los ingleses hace no mucho que comentaba de la recién fallecida princesa «basura, que se ha encontrado con lo que andaba buscando» . Vae victis, fandangeras sin rebozo.

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