Archivo diario: 26 agosto, 2013

El urgente ideario de Miguel Mihura

Cuando Mihura estaba a punto de nacer, Madrid no estaba inventado todavía, y hubo que inventarlo precipitadamente para que naciese Mihura y para que naciese otro señor bajito, cuyo nombre no recordamos en este momento, y que también quería ser madrileño.

Así empieza Mihura sus imprescindibles Memorias, libro que conservo en una urna hipobárica sobre mi estantería y que extraigo con mucho cuidado en momentos de confusión o tristeza para recuperar de inmediato el gusto por la vida y la indulgencia hacia el género humano. Porque Miguel Mihura no es sólo el comediógrafo español más importante del siglo XX sino un prosista genial de una ternura y un divertimento nunca convencionales, y yo creo que su genio no tiene nada que envidiar al de Salinger, por ejemplo, aunque a los oídos beatos del papanatismo español este ponderado juicio suene a herejía.

En estos momentos una de sus mejores comedias, Maribel y la extraña familia, ocupa la cartelera del Teatro Infanta Isabel, y todos ustedes harían muy bien en ir a verla porque el reparto es excepcional –no hay actores ni actrices guapitos de tele contratados para reclamo comercial, y la calidad interpretativa se beneficia decisivamente de esa bendita ausencia– y porque el texto es de Miguel Mihura. La comedia insiste en los temas obsesivos del escritor, pues un escritor sin temas obsesivos está siempre muy cerca de ser un farsante: la denuncia de la hipocresía burguesa, el desafío a las convenciones sociales, la postulación de la alternativa epicúrea, la búsqueda de una ética libre del individuo en un siglo de morales colectivas y la proposición del humor y la piedad como lenitivos artísticos para la crudeza de la vida. No pueden ser temas menos originales, lo cual garantiza que son honestos. El mérito estriba en la amable ironía de su tratamiento, que sólo al final de su vida dejó que se deslizara por la torrentera de la sátira; en la bondad sublimada de los personajes, cuya idealizada factura sirve para combatir la misantropía que aquejaba al propio dramaturgo y a la cual buscaba antídoto en la ficción; en la introducción de recursos vanguardistas que anticipan en décadas el teatro del absurdo cuyo estandarte se apropiarían después Artaud, Beckett o Ionesco, con el precursor inclasificable de Alfred Jarry. La fascinante Tres sombreros de copa (1932) compite en la misma liga en que juegan las obras de estos nombres extranjeros, con la ventaja a mi juicio de un romántico sentido de humanidad, una especie de última calidez franciscana que brilla por su ausencia en la dramaturgia europea del XX, presidida por el escepticismo o directamente por el existencialismo. El personaje de Maribel repite ese arquetipo mihuresco entre lo alocado y lo candoroso, mezcla de mundanidad e inocencia que había inventado con la deslumbrante Paula de Tres sombreros de copa (y que se me ocurre emparentar con la dulce Irma de Billy Wilder). Maribel es prostituta y Paula una vedette de music-hall, y sin embargo ambas reservan no se sabe dónde una pureza de corazón que el atolondrado protagonista masculino termina pulsando, desanudando poéticamente. Y el espectador burgués, en lugar de escandalizarse, termina la función sinceramente conmovido. En ese efecto consiste la maestría inmarcesible de Mihura.

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26 agosto, 2013 · 11:47

Cristina Cifuentes es un ser humano

Cuando un político sufre un accidente grave o le acontece cualquier género de desgracia personal, sus adversarios más cucos se apresuran a puntualizar su compasión en la misma frase en que deslizan, incontenibles, su censura ideológica. Así, si a Esperanza Aguirre se le declara un cáncer, la cuquería de sobremesa que practican las personas de progreso impone una proposición cortés –“A la persona le deseo que se mejore”– antes de deponer la adversativa fatal: “Pero como política no me da ninguna pena”. Como a ella no le dieron ninguna pena las familias oprimidas de los sindicalistas de metro etcétera. Y esto sucede en los mejores casos, cuando el dinero de los padres del progresista alcanzó a pagarle una cierta educación. Que en trayectorias fallidas como las de Pepiño, Llamazares o Tomás Gómez, ni eso.

Todo el mundo entiende que al adversario ideológico damnificado se le desee pública y gentilmente una pronta recuperación apelando a su tautológica condición de “ser humano”. Será Esperanza Aguirre, pero también es un ser humano. O será Cristina Cifuentes, pero al fin y al cabo es una persona. Y enseguida unos murmullos de aprobación recorren de punta a cabo la mesa de contertulios. Esta actitud deferente que distingue con devoto esmero lo personal de lo institucional se antoja un rasgo de fair play, un gesto de magnanimidad que eleva la confrontación política por encima del barro espiritual en que chapotea el chequista o el inquisidor. No hablamos ahora de Twitter, donde ciertamente el anonimato espolea esa heroica bravura del brazo español, musculoso de tirar piedras y elástico de esconder manos. Nos referimos a una convención en el debate público tan vigente como la de no reportajear suicidios o no sacar a pasear a las amantes de los candidatos en campaña electoral.

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26 agosto, 2013 · 11:36