
Una de las formas más nobles de la melancolía española es el suspiro liberal. El canon estético de esta emoción tan nuestra lo fijó Goya exactamente un siglo antes de la pérdida de Cuba y Filipinas, otra memorable cosecha de frustración patria. Pero en 1798 el imperio aún malvivía. Desterrado a Gijón tras su caída en desgracia, Gaspar Melchor de Jovellanos retorna fugazmente a Aranjuez y Goya captura el estado de ánimo del exministro -también es el suyo- para cifrar el triste destino del reformista español. Jovellanos nos dirige una mirada vencida, apoya su cráneo privilegiado en la palma izquierda, el codo sobre la mesa, la mano derecha aferrada a la ley agraria que las nacientes dos Españas se negaban a aceptar. Demasiado afrancesado para unos, demasiado castizo para otros, de la boca entreabierta del ilustrado se escapa un suspiro que ya nunca cesará. Si un romántico alemán como Caspar David Friedrich se abisma ante el espectáculo de la naturaleza, un romántico español como Goya se abisma ante el espectáculo no menos salvaje de la política.













