Explicaba el otro día en la radio un profesor por qué la frontera entre España y Marruecos es la más dramática del mundo. Ese adjetivo empleó: dramática. No solo por la diferencia de renta -el español medio gana 15 veces más que el marroquí medio- sino también por un contraste entre dos cosmovisiones que ni siquiera se da entre Corea del Norte y Corea del Sur. Y así es. La escueta valla de Ceuta no separa dos países, ni siquiera dos continentes: separa dos estadios históricos. En un puñado de metros se entabla una dialéctica de siglos. A un lado, los habitantes del siglo XXI empiezan a desencantarse de la democracia liberal; al otro, la famélica legión sueña con ingresar por fin en la edad de las revoluciones decimonónicas, cuando las naciones dejaron de ser patrimonio de una familia y comenzaba a desplegarse el Estado social.
¡A los molinos! 
Este artículo me ha parecido soberbio.
No recuerdo dónde ni cuándo leí que la autopista Rabat-Casablanca tenía el tráfico de Mercedes más tupido del mundo. Más al sur tienen lo que cuenta José Luis Rodríguez Jiménez acerca del fin del Sahara español. Lo que el viento se llevó.
Tuve una reacción psicótica cuando el aparato se negó a recoger la anterior apreciación sobre los desencuentros hispanomarroquíes que acompañaba al crooner Pepe el G.: no por nada en especial, sino porque desaparecían -volvían a desaparecer- hojas muertas del pasado como un jóven Rodríguez de Miñón -mis respetos-, una jodidísima tropa española -imagínense a mi compadre Andrés sirviendo, porque sí, dos años en tales andurriales-, admirables ¿falangistas? como Concha Mateo ¿todo para qué? De verdad…