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Toda lógica inaccesible de Morante de La Puebla está contenida en una anécdota que cuenta Lucas Pérez en el delicioso libro que acaba de publicar (Otras 300 anécdotas taurinas, La Esfera de los Libros). El genio se presentó en casa de Padilla, a quien un toro le había vaciado el ojo izquierdo en Zaragoza. Llevaba consigo el visitante un guacamayo turquesa y se lo ofreció a su tuerto compadre: «No hay pirata sin su loro». Cómo no aceptarle un obsequio así justificado y cómo no sufrir que Morante apenas consintiera cuatro pases a su primero, los suficientes para descifrar la inutilidad del animal para su propósito artístico. Lo mató antes de que terminaran de sentarse los rezagados del gintonic. El público que abarrotaba la plaza atraído por la indeclinable promesa morantista estalló en pitos contra el capricho de su ídolo, pero el bicho derrotaba y José Antonio no regala el cuerpo gratis: solo si puede sacrificarlo a mayor gloria de su arte. Es la lógica del genio y bien está que sea incomprensible. Hasta que en el quite del primero de Aguado va el del loro y ofrece tres verónicas que voltean la inquina del respetable: ovación ardorosa, ciclotimia fascinante de Las Ventas.