
Sucede el lunes por la noche en el taxi que me devuelve a Barcelona desde Terrassa. El conductor, un hombre ni joven ni viejo, maneja con silencioso orgullo un bello Tesla que habría emocionado a Marinetti. Parece simpático. Se me ocurre preguntarle por las elecciones, motivo de mi viaje a Cataluña. Y entonces rompe a hablar, el recelo derrotado por la jovialidad, con esa clamorosa falta de prudencia que solo pueden permitirse los niños y los taxistas.






