
Hoy el Gobierno de las mil caretas nos quita la nuestra para que exhibamos una sonrisa de gratitud, pero no está nada claro que lo consiga porque sonreír se está poniendo carísimo. Según expertos que sí existen cunde el síndrome de la cara vacía, por el cual niños y adolescentes se resisten a desnudar su rostro de nuevo, a reabrir ese peligroso balcón de emociones que cuelga de la boca de cualquiera. La mascarilla habría funcionado estos dos años como un escudo protector para mentones inseguros, un ansiolítico portátil para defendernos de las miradas de los otros, que ya explicó Sartre que son el infierno. La mascarilla se ha convertido en un complemento más, como las gafas de farmacia o la gorra indefectible del guiri, que compensa el engorro de tener que respirarse encima con el encanto indudable de la impunidad: uno puede ir poniéndole cara de asco a todo el mundo sin consecuencias. Es un anillo mágico de invisibilidad social y van a quitárnoslo.